Nada es para siempre, pero aquello que cuidas dura más.

Es obvio que nuestra existencia, pues es totalmente fímera, ¿verdad?

Porque el recordatorio es evidente a donde voltee.

Desde los atarres seres que se desvanecen hasta las relaciones que se prometen eternidad.

Pues todo tiene un tiempo determinado.

Cada hoja que cae, cada gota de lluvia que se va por, cada momento,

que pasa, pues es una muestra de la impermanencia.

Pero para mí queridos, hay una perla en la fugacidad.

Porque cuando decidimos cuidar algo, a pesar de que un día ya no va a estar.

Ojo y cuando hablo de cuidar, no me refiero simplemente a la preservación física.

Si no a comprender que, aunque el tiempo avance, nuestro papel

es ejercer un impacto positivo sobre aquello que estaba con nuestra influencia.

Permitiendo que así florezca y que perdure más a su tiempo natural,

por eso lo repito, nada es para siempre, pero aquello que cuidas dura más.

Pensemos en un antiguo manuscrito, o en una obra de arte

que ha logrado sobrevivir al paso de los siglos.

No es simplemente el papel, o el lienzo, lo que ha resistido al tiempo, sino el legado.

O sea, la historia que estos objetos portan, fueron amados, valorados

y por lo tanto que sucede, son cuidados por generaciones y generaciones,

pues convertiéndose así en testigos de la capacidad humana para conservar

y valorar aquello que se considera precioso.

Pensemos en un jardín también.

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